martes, 24 de abril de 2012

CAPÍTULO 2: EL TÍO ELADIO.


Al llegar cada uno se marchó con su respectivo amo. Las eras estaban en plena ebullición. Varios grupos de muchachos corrían junto a las mulas que, pacientemente y de dos en dos, esperaban a que les terminasen de colocar la trilla.
Una polvareda considerable se elevaba de cuando en cuando, convirtiendo el aire en una masa casi irrespirable.
Manolo contemplaba la escena con sumo interés; le llamaba poderosamente la atención la docilidad de aquellas bestias de fuerza sobrehumana.
—Vente Antonio, allí está mi tío con los animales preparado—dijo el muchacho, echando a andar hacia un hombre que frisaba los cincuenta años.
De rostro enjuto y hombre de pocas palabras, el tío Eladio se afanaba en asegurar bien la trilla con sus manos nudosas. Era mozo viejo y, aunque en Carrizosa no se le recordaba novia alguna, había quien decía que arrastraba un dolor de juventud que no le dejaba vivir.Y estaban en lo cierto.

El tío Eladio guardaba con amargura el recuerdo de una primera y única novia que le partió el corazón allá por el año veintiséis. Hizo el servicio militar en Melilla y en aquellas sucias y peligrosas callejas se enamoró de Soledad, la hija de un boticario que le hizo pasar las de Caín con no pocas noches suspirando por ella.
Un día se decidió y le pidió a su amigo Marcelo, el Abogaete, que le escribiese una carta de amor expresándole sus más profundos sentimientos.
Marcelo le compuso una misiva de arrobada pasión y el tío Eladio se la hizo llegar a la muchacha a través de un morillo al que le pagó medio patacón por el recado.
A los tres días el morillo le trajo la respuesta en forma de un perfumado sobre. 
El hombre abrió delicadamente la pieza y creyó estar en el mismo Cielo al percibir el aroma que desprendía la carta. Como no sabía leer buscó al Abogaete por todos lados. Al fin lo halló en la cantina del cuartel.
— ¡Marcelo! ¡Que me ha contestado la boticaria! Hazme el favor, léeme lo que me ha puesto —suplicó el hombre, entregándole la carta a su amigo.
El Abogaete cogió el sobre, lo abrió y, desdoblando el papel, comenzó a leer con interés.
 ¿Qué pone? ¡No me tengas así! ¿Qué dice? —preguntaba el tío Eladio, con las manos sudorosas por los nervios.
—Pues nada, que ella se ha fijado también en ti —contestó su amigo, con gran seriedad—. Te cita mañana a las seis y media de la tarde en el tercer banco del parque que está detrás del cuartel.
El tío Eladio miró fijamente a su interlocutor.
—Espero que no te lo hayas inventado —dijo con voz profunda—. Estas no son cosas para jugar.
 No seas gilipollas, hombre, y vete pensando en lo que le vas a decir — contestó el Abogaete sonriendo y dándole un cariñoso golpe en la espalda—. ¡Menuda suerte, manchego!

Esa noche el tío Eladio apenas pegó ojo. Repasó más de doscientas veces las palabras que le diría al día siguiente a su enamorada. "¡Ni siquiera sé como se llama!", pensó con preocupación. Ya estaba presto el amanecer cuando, finalmente, cayó rendido bajo el peso de aquella primera cita.
A las seis de la tarde, él se presentó con británica puntualidad. Ni rastro del fruto de sus desvelos. El tío Eladio paseó arriba y abajo preguntándose la razón por la que habría fallado a su cita. ¿Sería una invención del Abogaete? Si ese era el caso le rompería la cabeza de un botellazo nada más verle. En esos funestos pensamientos andaba cuando la vio llegar. Vestida con un trajecillo de seda azul y acompañada por otra muchacha, al tío Eladio le pareció que estaba contemplando a un ángel.
Buenas tardes, señorita —acertó a balbucear, sintiendo que le temblaba la voz y aún todo su cuerpo.
Buenas tardes, soldado Eladio —contestó ella, sonriendo—. Veo que eres puntual, ¿nos sentamos?
La tarde se le pasó al muchacho como un suspiro. Después de aquella vino otra y luego otra más y así, sin comerlo ni beberlo, pasaron siete meses en los que cada día que pasaba sentía que el amor se le salía por cada poro de su curtida piel.
Soledad no paraba de reírse de las historias que le contaba el tío Eladio. Especial gracia le hizo la historia de ese de su pueblo al que la mujer le escondía el sueldo para que no lo echase en vino. Una noche de enero llegó, como de costumbre, con una buena chispa. El pobre hombre tuvo frío y quemó un cajón viejo donde antaño guardara su padre las patatas que sacaba del huerto. Al día siguiente tuvo que acudir don Sebastián, el médico, porque el pobre hombre había enfermado de golpe cuando su mujer, entre lágrimas y alaridos, le contó que en ese cajón había estado guardando los ahorros de doce años. Doce años de ilusiones echados a la lumbre fueron demasiado para el desgraciado que, dos días después, entregó su alma; seguramente por la pena.

Pero un mal día Soledad no se presentó a su crepuscular cita. Al cabo de dos horas el tío Eladio se volvió al cuartel. Cabizbajo y rumiando mil posibilidades, a cual peor, sobre aquel plantón, se metió directamente en su cama sin querer ver a nadie. 
Al día siguiente, el morillo de lo recados le trajo la explicación en forma de carta. Corriendo a todo lo que podía, buscó al Abogaete para que le leyese las buenas o malas nuevas. Lo encontró en su litera. Llevaba dos días resfriado y con calentura y estaba para pocos lances.
—Marcelo, por Dios, léeme esto ahora mismo que me va a dar un síncope —rogó el muchacho, tendiéndole la carta a su compadre.
El Abogaete comenzó a leer la carta al tiempo que se le torcía el gesto. Al terminar la dobló y se la devolvió a su amigo.
—Su padre le ha prohibido volverte a ver —sentenció Marcelo—. Por lo visto le dijo que prefiere verla muerta a casada con un destripaterrones… Lo siento, Eladio.
Y acto seguido se volvió a recostar, dándole la espalda al tío Eladio, para salvaguardar la dignidad del pobre hombre que, aún luchando con todas sus fuerzas, no pudo evitar que unas cuantas lágrimas traicioneras se le escurrieran de los ojos.
—Bueno está —musitó el desdichado—. No estaría de Dios que fuese para mí.
Y a pasos lentos se alejó en dirección a la cantina con la firme intención de ahogar aquel dolor que le quemaba las tripas en vino. 

Al día siguiente, el cabo Miralles le arrestó por presentarse todavía borracho a la revisión matutina. Al tío Eladio le dio igual; nada podía empeorar su situación, pensó equivocadamente.
A la semana bajó a verle a los calabozos el Abogaete.
— ¿Cómo andas, Eladio? —preguntó con un hilo de voz.
—Ya me ves, aquí estoy —contestó el hombre, con los brazos caídos y la mirada de perdedor que arrastraba desde hacía días.
—Oye, vengo a traerte novedades —le espetó Marcelo—. La Soledad se ahorcó anoche en un chopo de la alameda—. Concluyó éste, tratando de sujetar un nudo que apenas le dejaba respirar.
El tío Eladio le miró fijamente durante un par de minutos.
—Lo siento en el alma, Eladio—murmuró su amigo—. La entierran mañana, pero no dejan ir a nadie, ni a los padres. Ya sabes, como se ha quitado la vida…
Eladió asintió y volvió a sentarse en el camastro.

Cuentan que no abrió la boca en el año y dos meses que le quedaban de servicio militar. Luego se volvió al pueblo sumido en un silencio sordo y denso que, desde entonces, pocas veces quiebra.

El tío Eladio observó a los dos mocetes con mirada glauca.
 ¿Ya estáis por aquí? Pues venga, que empezamos —sentenció Eladio, con una media sonrisa que surcó de arrugas un rostro tostado por muchos veranos.
Manolo y Antonio se subieron de un brinco sobre la trilla, al tiempo que el tío Eladio agarraba por el ramal a las mulas y comenzaba a andar. Las mulas arrancaron tan súbitamente que poco faltó para que derribase a los dos amigos que, riéndose, imaginaban estar subidos en una cuadriga romana de aquellas que don Felipe, el maestro, les había contado en la escuela, llevaban los más bravos gladiadores del Imperio Romano.
—Cuando sea grande voy a tener un caballo —dijo Antonio, imaginándose a sí mismo ganando las carreras de San Antón.
 ¿Y llevarás subida a la Martina? —preguntó Manolo, con cierto tono burlón.
 ¡Eah, cómo te lo sabes! —contestó Antonio—. Pero la llevaré detrás de mí, agarrada a mi cintura, no de medio lado como a la hija del Pocero.
 ¿Y eso por qué? —cuestionó Manolo, intrigado.
 ¡Pa que me apoye las tetas en las costillas! —contestó el chico, triunfante.
Los dos se echaron a reír. Las mulas habían completado ya el primero de los muchos círculos que aún habrían de hacer a lo largo del día. 


1 comentario:

  1. Esto promete, ¡vaya que sí! A la espera estamos de la próxima entrega.

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