miércoles, 25 de abril de 2012

CAPÍTULO 3: ATARDECER.


Las primeras vueltas siempre eran las más emocionantes. Las mulas tiraban con brío y era en esos momentos en los que, verdaderamente, Manolo se sentía como un auténtico gladiador romano. Le gustaba ir con los ojos cerrados, así evitaba los molestos pajitos que saltaban de continuo y, además, podía imaginarse mucho mejor en su cuadriga romana. 
—Mira a Arturo con su perro —observó Antonio, señalando hacia el muchacho, y obligándole a abrir los ojos.
A Arturo le encantaba trillar con el Canelo, su perro, sentado a su lado. Era una curiosa estampa que llamaba la atención de todo el erial. Arturo tenía diez años y siempre había sido un chico solitario. Tuvo una hermana, Adela, pero murió de meningitis antes de cumplir los siete y desde entonces la madre cayó enferma y el padre como si no existiera; pasaba largas temporadas pastoreando los rebaños del tío Atascaborricas, con lo que el niño prácticamente se crió solo. Se pasaba los días con su perro y si alguna vez acudía a la escuela duraba lo que tardaba don Felipe en darse la vuelta hacia el encerado.
Al Canelo lo había encontrado siendo un cachorro en el Camino de las Cojas, se lo llevó a su casa y lo estuvo cuidando sin que se enterara nadie unos cuantos meses. Llegó a quitarse él de su plato para que el animal pudiese comer. Era una mezcla de setter irlandés y perro lobo con unas patas enormes y un rabo que movía con tanta fuerza que, a veces, parecía que se le iba a descolgar. El bicho tenía un aspecto fiero que invitaba a pocas bromas; en resumen, un perraco que cada vez que ladraba temblaba Dios.
—Vaya un muchacho raro —sentenció Manolo, siguiendo con la mirada la curva que describían Arturo y el Canelo sobre la trilla—. ¿Y el Tolo? ¿No te lo vas a traer?
—No me dejan. Lo tiene mi padre encerrado en el corral porque dice que aquí todo el día lo único que hace es estorbar —contestó Antonio, con cierta tristeza.

Tres horas más tarde, con el sol en todo lo alto, el tío Eladio detuvo a las mulas, agarró una horca y comenzó a separar la paja del grano. Los chicos se bajaron de la trilla y observaron con atención el trabajo del tío Eladio.
—Bueno está —murmuró, echando un vistazo al trigo—. Creo que esta parva nos la terminamos hoy; o mañana a primera hora como mucho.
De un brinco los dos amigos volvieron a subirse a la trilla que, al momento, reinició la marcha.
— ¿Qué pensarán las mulas? —preguntó Antonio, mirando con curiosidad a los animales.
—Que su vida es una mierda —contestó Manolo, sin vacilar—. Imagínate; todo el día tirando de la trilla, dando vueltas como una peonza y total, para que luego te lleven a beber agua a la Fuente de la Mina o al río y te den un saco de alfalfa.
—Hombre, visto así tampoco está tan mal, ¿no? —dijo Antonio—. Oye, si tú te reencarnases en un animal, ¿qué te gustaría ser?
—Eso no puede ser —sentenció Manolo, firme—. La reencarnación no existe y además dice don Félix que es pecado.
—Bueno, ya —convino Antonio—.  Pero, ¿si se pudiera?
—Que no se puede, hombre —insistió Manolo, un poco molesto por la insistencia de su amigo—. Te mueres y, si has hecho los deberes aquí, resucitas como el Señor, y si no, pues a quemarte a las calderas de Pedro Botero.
—Que sí, hombre, eso lo sé. Aún así. Si se... —porfió Manolo.
— ¡Que no se puede, leche! —zanjó Antonio, bruscamente—. Si se entera don Félix te arranca las orejas, ignorante.
Los dos permanecieron un minuto en silencio mientras la trilla continuaba dando otra vuelta más sobre la parva. 
En la era cercana, el Gordo y el Pajarete luchaban por evitar que sus mulas se desviaran para comer grano de uno de los montones. Los chicos observaban la escena, divertidos.
—Bueno, si se pudiera —comenzó a decir Antonio—, si pudiéramos volver en forma de animal a mí me gustaría ser un perro.
— ¿Un perro? —preguntó Manolo, con cierta sorpresa.
— ¡Claro! Mira las mulas, tirando de la trilla, y cuando no es la trilla es la galera o el carro. Los borricos lo mismo, venga a echar viajes cargados de espuertas. Las gallinas, ni te cuento. Los ovejos mejor no pensarlo. ¿Y los perros?
—Pues es verdad —asintió el muchacho—. Mi Tolo se pasa el día acostao. Como mucho se lame las pelotas y el ojo moreno y otra vez a dormir.
Ambos rieron con ganas. Ciertamente, la vida de los perros era digna de envidia comparada con otras bestias.

A la hora del almuerzo el tío Eladio les hizo una seña y los dos amigos se bajaron de la trilla y se acercaron hasta el hombre.
—Vamos a echar algo al buche y luego seguimos —les dijo, alejándose unos metros para acabar sentado a la sombra de una tapia cercana.
Los dos mocetes se dirigieron a la cercana alameda con sus respectivas talegas.
—Tu tío habla poco, ¿eh? —afirmó Antonio.
—Sí, yo desde que le conozco no le he oído hablar más de un minuto seguido —confirmó Manolo—. Mi madre dice que es por una pena muy gorda, pero nunca me lo ha contado. 

La alameda del pueblo era un sitio precioso. Varias hileras de chopos flanqueaban el curso del río Cañamares y en primavera crecía la hierba por todos lados. Una pizca de brisa convertía el lugar en la mejor elección para tomar un bocado a la sombra en aquel caluroso mes de agosto.
— ¿Nos ponemos aquí? —dijo Manolo, tomando asiento.
A Manolo le gustaba sentarse de cara al río, le entretenía contemplar el lento devenir de la corriente y, además, a quinientos metros, justo frente a ellos, estaba el camposanto de Carrizosa. Siempre le había atraído aquel sitio de paredes encaladas. Pero lo mismo que le atraía le aterraba. Ahí estaba enterrada su abuela Prisca y un hermano de su madre que se durmió llevando un carro y acabó volcando cuando la mula decidió desviarse hasta un arroyo para echar un trago.
— ¿Has estado alguna vez en el cementerio? —preguntó Antonio, mientras desataba su talega y sacaba un trozo de pan.
—No, mi madre no me deja —contestó Manolo—. Y además a mí no se me ha perdido nada allí. ¿Y tú?
Antonio negó con la cabeza.
—Mi primo Rafael me contó que hace unos años uno de Alhambra se murió de un susto en la puerta —dijo Antonio—. Por lo visto se apostó, con otros de aquí del pueblo, una botella de vino a que era capaz de ir al cementerio él solo y clavar un clavo en la puerta.
— ¿Y para qué tenía que clavar nada allí? —inquirió Manolo.
—Hombre, porque si no, ¿cómo comprobaban los otros que había ido? —explicó Antonio—. La cuestión es que fue la Noche de Difuntos. Los otros le esperaron a la salida del pueblo, ¿sabes dónde está el cartel ese que pone Carrizosa?
Manolo asintió.
—Bueno, pues el alhambreño echó a andar. Creo que iba muy tranquilo el tío —continuó Antonio—. Como no había luna, cuando había traspuesto unos cuantos metros dejaron de verlo. Al rato dice mi primo que oyeron los martillazos y nada más dar el último martillazo, ni te imaginas...
— ¿Qué pasó? —preguntó Manolo, con los ojos brillantes por la emoción—. ¡Venga, no me tengas así, hombre!
— ¡Oyeron un grito que les heló la sangre! —exclamó Antonio, adoptando un tono cómicamente serio—. Algunos echaron a correr y, por lo que dicen, no pararon hasta que llegaron a la plaza. Pero otros, preocupados, decidieron ir a ver lo que había pasado, entre ellos mi primo Rafa.
—Madre mía, si soy yo me arranco a mi casa y no me ven en una semana —comentó Manolo, aterrado ante la sola idea de ir en plena Noche de Difuntos al cementerio.
—Pues nada, al final se hicieron con un candil anca Tomás el del Gurrapato, que era el que vivía más cerca de allí, y fueron hasta la misma puerta —prosiguió Antonio—. Y no te imaginas lo que vieron.
— ¡No, pero dímelo ya, que me va a dar un síncope! —contestó Manolo, que sentía que se le salía el corazón por la boca.
—Allí, en la puerta, estaba el alhambreño. Muerto —explicó Antonio, dejando una dramática pausa.
— ¿Muerto? —preguntó Manolo, con un hilo de voz y mirando fijamente a su amigo.
—Sí, por lo visto el muchacho al hincar el clavo en la puerta se clavó, sin querer, un trozo de la chaqueta, y cuando se dio la vuelta para irse sintió que le tiraban de la ropa y pensó que le agarraban los muertos desde dentro —explicó Antonio—. Total, que le dio un zurrutraco y se quedó allí, más tieso que un ajo. Y así estaba cuando llegaron los civiles, todavía con el clavo sujetándole a la puerta, al día siguiente.

Los dos amigos quedaron en silencio, imaginando el momento exacto en el que el alhambreño sintió que unas garras de ultratumba le asían por el chaquetón.
De pronto una mano se posó sobre el hombro de Manolo, haciendo que éste diese un respingo. Los dos amigos chillaron al unísono. Con el rostro desencajado, se volvieron.
— ¿Qué pasa? —dijo Arturo, acompañado de su inseparable Canelo—. Parece que acabáis de ver a un fantasma.
— ¡Vaya susto, hombre! —se quejó Antonio— ¡Podías avisar!
—Claro, es verdad. La próxima vez que venga a comer a la alameda le diré a don Félix que toque las campanas —afirmó Arturo, socarrón—. ¿Puedo sentarme con vosotros? Mi amo está comiendo hoy con un forastero y me ha dicho que les deje solos.
—Claro, ponte aquí mismo —contestó Manolo, palmeando la cabeza del Canelo, que le devolvió el saludo con un repentino lametón.
— ¿Qué tal vais vosotros? —inquirió Antonio, con ánimo de sacarle alguna palabra al solitario muchacho—. Nosotros acabaremos al final de la tarde con la parva. El tío de este tiene una de las mejores trillas del pueblo.
—Ya lo creo —aseguró Arturo, conocedor del instrumento—. Esa le tuvo que costar más de doscientas pesetas, y tiene ya sus diez o quince años. La nuestra es peor. Nosotros por lo menos tendremos que trillar la parva hasta la diez o las once de mañana. Yo me voy a quedar a dormir aquí, ¿y vosotros?
—Yo sí —replicó al momento Antonio—. ¿Y tú, Manolo?
—Yo también me quedaré —aseguró el zagal—. Le diré a mi tío que me traiga el hato de mañana y ya está. ¿Qué tenéis para comer? ¿Compartimos?
Antonio traía unas tajadas de tocino, un generoso trozo de pan, y una cebolla. De postre una raja de melón, que generosamente repartió con sus compañeros. Por su parte, Arturo tenía queso, un trozo de tortilla, pan y una botilla de vino que le había regalado su amo el año anterior, bien cargada de un blanco de fuerte sabor.
—Con eso te va a salir bigote en dos días —observó Manolo, señalándole la bota, mientras sacaba de su bolsa el jamón y el queso que le pusiera la madre por la mañana.
El resto del almuerzo lo pasaron contándole a Arturo la historia del malogrado alhambreño en la Noche de Difuntos y este les relató, a su vez, otra historia igual de fúnebre sobre uno de Infantes al que se le aparecía su padre porque dejó unas misas pagadas y el hijo se las echó en vino.

Tras la frugal comida, Arturo se despidió de los chicos y, poco después, todos continuaron con la trilla el resto de la tarde. 
Poco a poco las eras se fueron tiñendo de un hermoso tono naranja que inundaba los corazones de paz. Los vencejos volaban sobre las cabezas de los trilladores, buscando su sustento antes de refugiarse bajo las tejas de las humildes casas de Carrizosa. El lucero vespertino se elevaba ya, majestuoso, en el límpido firmamento, cuando algunos de los trilladores abandonaban la tarea y comenzaban a recoger los aperos. Fue un atardecer de increíble belleza.
—Bueno está por hoy —dijo de pronto el tío Eladio, con una voz casi inaudible—. Yo voy a llevar a las mulas a la fuente de la Mina a beber agua y me voy ya para arriba.
—Tío, yo me voy a quedar a dormir aquí, ¿tiene usted alguna manta que nos valga? —preguntó Manolo, al que le seducía la idea de pasar la noche con el resto de los muchachos a la intemperie.


El tío Eladio, por toda contestación se acercó hasta las mulas, cogió una manta enorme que guardaba enrollada en una de las alforjas y se la dio a su sobrino.
—Ten, echadle un ojo a la parva de vez en cuando —advirtió, con tono serio—. No es que pase nunca nada, pero no hay que fiarse.
Y sin más preámbulos se marchó a grandes zancadas, llevándose con él sus dos mulas y su amargura eterna.
—Oye, de verdad que tu tío es muy raro —aseveró Antonio, mirando la silueta de las tres figuras, perfiladas ya sobre el viejo puente que cruzaba el Vaho del Cañamares.
Manolo se encogió de hombros.
— ¿Le decimos algo a Arturo? A mí me ha parecido muy simpático —afirmó Manolo, viendo al susodicho arrastrando una manta, completamente solo, con Canelo pegado a sus rodillas.
—Por mí, vale —concedió Antonio—. Pero que no cuente más historias de miedo, que a estas horas no tengo ganas yo de darle vueltas a la cabeza.
Sin lugar a dudas, se barruntaba una noche estupenda.

2 comentarios:

  1. ¿Sabeis los momentos k mas contentos se ponian los trillaores?.Primero cuando te decian muchacho da una "guelta" y para k vamos amontonar k ya esta, a la lacaida de latarde, ¡¡y sobretodo cuando se avecinaba una tormenta¡¡,era espegtacular la transformacion de los trillaores, cantando sobre las trillas y haciendoles correr a las mulas.

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  2. ¡Madre mía! Una tormenta en mitad de la trilla debía ser increíble. ¡Qué tiempos se han perdido, querido Isidro!

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