martes, 24 de abril de 2012

CAPÍTULO 1: AGOSTO DE 1956


Apenas el sol había comenzado a extender sus doradas hebras por aquellos manchegos y resecos campos cuando Manolo, que acababa de despertarse, sintió un extraño cosquilleo en las tripas. Se quedó unos segundos en silencio, disfrutando de los primeros sonidos de la mañana que entraban por su ventana saludando al nuevo día.

De un salto salió de la cama, se sentía especialmente contento, aunque no sabía con exactitud la razón de aquel nerviosismo que le atenazaba.
El muchacho se asomó por la tronera de la pared y disfrutó contemplando el raudo y veloz vuelo de los oscuros vencejos cruzando el Altillo con aquel piar estridente y que a él tanto le gustaba escuchar. Abajo, unas mujeres conversaban casi a voces  mientras acudían a la fuente de la Topera a llenar un par de cántaros de agua al tiempo que, otro hombre, con paso rápido, bajaba por la calle del Agua con sus dos mulas. 
A Manolo le encantaban las mulas; aquellos  animales grandes y poderosos gracias a los cuales el trabajo en el campo se hacía menos pesado. "¿Quién tiraría del arado si no existiesen?", pensó, divertido. Al momento imaginó a un vecino de su abuela que, se decía, era capaz de arrastrar una galera con cinco hombres encima, y el rostro se le iluminó con una sonrisa.

Repentinamente se abrió la puerta de la habitación y entró su madre, con el oscuro cabello recogido en un moño perfecto.
—Venga dormilón, estézate un poco y vamos, que ha venido hace un rato a buscarte tu amigo Antonio para bajar a las eras.
— ¡Voy, madre! —contestó Manolo con alegría. Acababa de recordar la razón de aquel curioso cosquilleo en la barriga; hoy comenzaba la trilla y eso únicamente podía significar una cosa: diversión.

De la humilde cocinilla llegaba el aroma de unos torreznos recién hechos que invitaban a presagiar que aquel sería un día extraordinario.
Manolo se lavó la cara en una vieja y descascarillada palangana de blanca porcelana, se peinó preocupándose mucho de aplastar bien un rebelde remolino que pugnaba por erguirse en mitad de la cabeza. Se puso los oscuros calzones cortos de cada día y una fina camisa de algodón con la manga larga, que la paja picaba lo suyo, de un sufrido color pardo que, cuidadosamente, se abotonó teniendo cuidado de no dejarla coja, tal y como le había enseñado su hermana. Para terminar, se calzó las abarcas de suela de goma y salió corriendo.
—Madre, ¿qué me llevo de hato? —preguntó, dirigiéndose a la estrecha cocina.
La mujer salió de la cocinilla limpiándose las manos en el negro mandil y le tendió una pequeña talega de tela con una sonrisa.
—Hoy te he puesto pan, un trozo de queso y un cacho de jamón —contestó—. Luego esta tarde os bajo una onza de chocolate. ¡Ah! Y me ha dicho tu amigo Antonio que te espera en la plaza.
Manolo recogió el bulto y echó a correr.
— ¡Pero espérate, muchacho! —exclamó la madre—. Toma, ven, bébete un tazón de leche, que no vayas con la barriga vacía.
El chico volvió sobre sus pasos y de un par de tragos apuró aquella leche amarillenta, espesa y de fuerte sabor que tanto le gustaba a él y que su amigo Antonio detestaba. “Sabe a gorrino”, acostumbraba a decirle. Pero, naturalmente, no era de cerdo. Era leche de cabra. 

Antes de salir de su casa, Manolo se puso un pequeño sombrero de paja que le había hecho su padre el verano anterior. Se asomó a la calle, donde el sol ya pegaba con fuerza y echó a andar por la polvorienta calle de los Mártires.
Unas vecinas que regaban sus puertas con un cubo de latón, saludaron al muchacho. Poco después, en la Plaza del Generalísimo, resguardado bajo el arco de entrada de la parroquia de Santa Catalina, aguardaba su amigo del alma, Antonio.
—Siempre llegas tarde, no sé como te apañas —rezongó el chico rascándose la cabeza, que ocultaba bajo una boina.
—Mejor —apostilló Manolo—. Así la mies no tendrá relente cuando lleguemos. ¿Habrá mucha?
—Creo que sí —afirmó Antonio con una sonrisa—. Yo llevo aquí diez minutos y ha bajado ya medio pueblo por el Estrecho. O sea, que se ve que este año se ha dado bien la siega.
— ¡Mira, por ahí baja la Martina! —exclamó Manolo, señalando con la barbilla a una muchacha de unos doce años que caminaba calle abajo contoneándose con el garbo de la que se sabe observada. 
El negro cabello recogido bajo un bonito pañuelo azul de flores, una falda hasta las rodillas, que dejaba entrever unas canillas tal vez demasiado delgadas, y una oscura blusa bajo la que se adivinaban dos enormes y voluminosos  senos redondos y turgentes que despertaban la admiración de todos los zagales de Carrizosa.
—Madre mía, qué tetos —dijo Antonio, sin quitarle la vista a la muchacha—. Quién los pillara…
Manolo le contestó con un divertido guiño y, al instante, los dos amigos echaron a correr, contentos, Estrecho abajo, tratando de ponerse justo detrás de la Martina.

Llegando al puente que cruzaba el río Cañamares, un grupo de mocetes se liaba un cigarro.
— ¡Venga con la fresca! —gritó uno, al ver pasar el espectáculo de sensualidad de la Martina.
Manolo y Antonio se unieron a los demás.
— ¿Se os han pegado las sabanas? —inquirió uno de los mayores.
—Oye, vamos que mirad qué parvas tenemos allí —concluyó el Gordo, señalando hacia las cercanas eras donde, efectivamente, se adivinaban grandes montones de cereales que esperaban el momento de ser trillados.
— ¿Queréis una calada? —preguntó el Pajarete, que era el que tenía en esos momentos el cigarrillo.
Manolo y Antonio negaron, al tiempo que el Pajarete se encogía de hombros. Y ya todos  juntos echaron a andar por la carretera hacia el erial.
A sus nueve años de edad, el muchacho ya sabía lo bueno y lo malo de aquella tierra rojiza que le había visto nacer y en la que yacían todos sus antepasados desde tiempos inmemoriales.

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