viernes, 27 de abril de 2012

CAPÍTULO 5: SAN ANTÓN.


Con todo el sigilo del que fueron capaces, atravesaron la era cuidando de no despertar al resto de trilladores que, apaciblemente, descansaba a esas horas.
— ¿Quién será? —susurró Arturo, que llevaba firmemente agarrado por el collar a Canelo.
—No lo sé, pero por lo menos son dos —contestó Manolo, que tenía una vista extraordinaria —. ¿Veis al otro?
Así era, junto a la ermita de San Antón, se distinguían perfectamente dos siluetas, una de las cuales sujetaba una linterna.
— ¿Y qué estarán buscando a estas horas? —preguntó Antonio— ¿Andarán intentado entrar para robarle al santo?
— ¡Acuéstate! —dijo Arturo—. ¡Pero qué le van a robar, infeliz! Si tiene menos dineros que una liebre...
—Pues entonces, tú dirás —se defendió Antonio—. A lo mejor están cumpliendo una promesa, no te jode…

Súbitamente, la luz se apagó. Los muchachos se detuvieron un instante, temerosos de haber sido descubiertos.
— ¿Nos habrán visto? —dudó Manolo—. Vamos a escondernos detrás de esa parva.
Rápidamente, los cuatro se ocultaron tras un enorme montón de lentejas. Iban a asomarse para vigilar a los misteriosos visitantes de San Antón, cuando Canelo gruñó de nuevo.
— ¿Qué le pasa al perro? —inquirió  Antonio—. Como se líe a ladrar nos muelen a palos los trilladores.
—No creo, por aquí están todos más dormidos que un risco —afirmó Arturo.
No había terminado de pronunciar las últimas palabras, cuando alguien les contestó.
—Todos no, Arturo —dijo una voz, al otro lado de la parva.
Canelo volvió a gruñir.
— ¡Calla, Canelo! —ordenó su amo, en voz baja pero firme.
Caminando agachado, cuidando de no hacer ruido, apareció Isidro, un muchacho de doce años de pelo castaño y mirada resuelta.
— ¿Habéis visto la luz? —dijo el chico, con nerviosismo—. Antes de que llegaseis vosotros se oían voces.
— ¡Hola, Isidro! —saludó Antonio—. ¿Te has despertado al oírlos?
—No, qué va. Llevaba un buen rato desvelado —dijo Isidro—. El cabrón del Pajarete tiene la culpa.
— ¿Ronca mucho? —preguntó Manolo, con curiosidad.
—No, pero se ha estado pelando la badana tres cuartos de hora, el fiera —replicó el muchacho—. A ese le está haciendo falta una novia más que el comer.
Casi al mismo tiempo, todos se echaron mano a la boca para ahogar la risa que les produjo el asunto del Pajarete.
—Amigo, en la potra manda el dueño —sentenció Antonio—. Decías que se oía hablar a esos que han subido a San Antón.
—Sí, bueno, no se les entendía, pero se escuchaba un murmullo —dijo el chico—. No sé quiénes puedan ser, de mi cuadrilla están todos durmiendo y somos los que más cerca estamos de la ermita.
—Qué misterio, ¿subimos a investigar? —propuso Arturo, con el brillo especial de la emoción en los ojos.
Todos estuvieron de acuerdo en que era buena idea. Y así, parapetándose tras las parvas, los cinco llegaron hasta la base del cerrete en cuya cima se asentaba la ermita de San Anton.
—Ahora tened cuidado, con esta luna se nos tiene que ver desde Fuenllana —informó Antonio, que era el que iba a la cabeza. Oye Isidro, ¿y tu prima Martina no baja a trillar?
—Creo que le toca mañana —explicó Isidro—, ¿y esa pregunta?
—Es que Antonio está que se espizca por ella —contestó Manolo, al tiempo que esquivaba un pescozón de su amigo.
— ¿Tú qué dices, bacín? —se defendió Antonio, dando gracias al cielo de que fuese de noche y  así nadie se percatase de que se había puesto más colorado que un tomate.
—No te enfades, hombre —dijo Isidro—. Si eso lo sabe todo el pueblo. Venga, vamos a subir.

Unos minutos más tarde, los cuatro muchachos y el perro estaban ya a escasos diez metros del pequeño y humilde templo.
— ¿Veis algo? —susurró Manolo, que no distinguía el menor signo de vida por allí.
Todos negaron con la cabeza.
—Aquí no hay nadie —dijo Arturo en voz alta.
Los otros le miraron con los ojos como platos.
—Si hubiera alguien Canelo me habría avisado, y mirad, está tan tranquilo —apuntó Arturo.
Así era, el perro no mostraba el menor síntoma de tensión. Es más, incluso parecía estar aburrido por aquella súbita excursión nocturna.
—Creo que nos hemos equivocado —dijo Arturo—. Mirad, dentro de la ermita se ven unas velas encendidas.
Todos se acercaron hasta la puerta de San Antón. En el interior, la imagen tallada en madera policromada del santo refulgía iluminada por un par de cirios.
—Pues puede ser —admitió Antonio—. A lo mejor lo que hemos visto desde las eras ha sido el centelleo en el cristal de la puerta de esas velas gordas. Claro, tanta historia de miedo...
— ¿Pero tú no habías escuchado voces? —interpeló Manolo a Isidro.
Isidro afirmó, convencido.
— ¿Y entonces? —volvió a preguntar Manolo.
—Y yo qué sé, a ver si voy a tener yo la culpa de lo que veis vosotros —se defendió Isidro, algo molesto—. Además, yo no creo que hayan sido reflejos; era un candil y se acabó.

Los cuatro muchachos se quedaron contemplando la ermita. A esas horas de la madrugada resultaba misteriosa y sobrecogedora.
—No eran reflejos, era alguien con un quinqué o algo parecido—afirmó Antonio, agachándose junto a una de las esquinas del templo.
El chico tocó algo que había en el suelo y, llevándose los dedos a la nariz, asintió.
—Es aceite y es reciente. Quien quiera que sea ha estado merodeando por aquí con una lámpara de aceite hace un rato.
Manolo, Arturo e Isidro también tocaron la oleaginosa sustancia que había en el suelo. Así era, una pringosa mancha delataba el uso de un candil.
— ¡Antonio, eres más grande que el día del Señor! —exclamó Manolo, admirativamente.
— ¿Y qué puede venir a hacer aquí alguien a estas horas? —cuestionó Isidro, satisfecho de comprobar que no se había equivocado.
—A lo mejor era una pareja que ha venido a, ya sabéis —conjeturó Arturo.
—Claro hombre, y se han traído una luz para que unos críos licenciaos como nosotros los viéramos —observó Antonio, con sorna.
—Pues a lo mejor sí, para buscar las bragas después del revolcón —defendió Arturo.
—Muchacho, estás más caliente que el Pajarete —dijo Isidro con una mueca—. No era una pareja, en plena trilla nadie es tan tonto de venir aquí a darse el lote sabiendo que hay medio pueblo a doscientos metros en las eras.
— ¿Y entonces, quién puede ser? —preguntó Manolo, que no alcanzaba a resolver aquel enigma.
El pequeño grupo guardó silencio. Verdaderamente, era difícil imaginar quién podría deambular por aquellas soledades de madrugada.
—Vámonos de aquí —dijo Arturo—. No me gusta este sitio. Además, mañana hay que madrugar, que luego se hace el día muy largo.
—Si queréis le damos una pensada, nos juntamos para almorzar y lo hablamos —propuso Isidro.

Los cinco comenzaron a descender del cerro en silencio, cada uno de ellos sumido en sus pensamientos. Canelo los miraba a todos con cierta curiosidad. ¿Por qué se les habría ocurrido salir de paseo en mitad de la noche a estos muchachos?

Al llegar a la parva de Isidro, el chico se despidió de ellos y se metió bajo su manta. Poco después los otros llegaron a la suya. Se desearon buenas noches y, tras descalzarse, se acostaron.
Los recientes acontecimientos les impedían conciliar el sueño.
— ¿No tenéis frío? —susurró Arturo, que era el más delgado de los tres.
—Ten, yo estoy asado —dijo Antonio, cediéndole su parte de manta—. Hasta mañana.
Súbitamente, Manolo se echó a reír.
— ¿Y a ti qué te pasa ahora? —preguntó Antonio, sorprendido por el repentino arranque de su amigo—. ¿Te has contado un chiste?
—No, que me he acordado del Pajarete. ¡Qué bárbaro! ¡Tres cuartos de hora dándole a la zambomba sin importarle un carajo que los vecinos se enteren! —contestó divertido.
Los tres estallaron en carcajadas por la ocurrencia de Manolo.
— ¡Así está de consumido el filio! —observó Arturo, divertido.
Las risas subieron de tono y, por un momento, temieron despertar a todo el erial. Cuando lograron calmarse, Antonio les informó de que eran casi las cuatro de la madrugada.
—En un rato amanece. O nos dormimos, o mañana la trilla se nos va a hacer un poco larga.
—Gracias, chicos —dijo Arturo—. Hoy he pasado el mejor día desde hace mucho tiempo. Mañana a la hora del almuerzo voy a subir a mi casa a ver a mi madre; se va a poner muy contenta cuando sepa que he hecho dos amigos.
— ¡Pero si nos conocemos de toda la vida! —dijo Antonio, tratando de quitarse el molesto nudo que sentía en la garganta—. Venga, a dormir, coño. Hasta mañana.
—Buenas noches —contestó Arturo.
— ¿Y tú no dices nada? — replicó Antonio, dándole un cariñoso pescozón a Manolo.
—Arráncate a espigar si ves que te aburres —dijo el chico, y al momento se durmió.

Unos minutos más tarde, toda la era descansaba. Y entre todos aquellos luchadores carrizoseños, cuatro muchachos soñaron con candiles, velas y santos que sacaban en procesión nocturna. Todos menos uno, que soñó con una muchacha de pelo moreno, sonrisa pícara y senos abundantes.

jueves, 26 de abril de 2012

CAPÍTULO 4: EN LA NOCHE.


Con el ocaso, la actividad en las eras no cesó, simplemente se transformó. Los más tardíos aún estaban llevando al río las mulas para beber, pero la mayoría ya había dado un merecido descanso a sus animales y muchos se preparaban para pasar la noche al raso en aquella Carrizosa inocente y segura.
Manolo le dijo a Arturo que, si quería, podía pasar la noche con ellos.
 ¿Puede venir Canelo? —preguntó al momento—. Yo sin él no voy a ningún sitio.
Manolo asintió y al muchacho se le iluminó la mirada. Al punto, los dos chicos y el perro echaron a correr hacia el sitio en el que Antonio ya preparaba una cama gitana.
— ¿Tenéis agua? —preguntó Arturo— estoy seco y mi amo se ha llevado el botijo.
—Sí, ahí, debajo de esos haces tenemos nosotros uno —contestó Manolo—. Coge un búcaro y ponte la que quieras. Arturo se acercó, cogió un bote de tomate reconvertido en búcaro y se sirvió agua hasta saciarse.
Mientras tanto Antonio, que con sus doce años era el mayor de los tres, se encargó de juntar un buen montón de paja, sobre la que puso la manta que el tío Eladio les había prestado.
—Manolo, tendríamos que conseguir otra manta para arroparnos, estamos a mediados de agosto y de madrugada ya hace frío —dijo el muchacho, experto en esas lides.
—Voy a subir a mi casa a coger una y bajo enseguida —contestó Antonio.
Pero no fue necesario, pues instantes después apareció la madre de Manolo con una cesta.
— ¿Qué? ¿Cómo se ha dado el día? —preguntó la buena mujer, descansando de la pesada carga que transportaba—. Aquí os he traído un poco de chocolate y una jarra de leche. Hola Arturo, ¿cómo está tu madre?
—Ahí va la mujer, tirando —acertó a decir el tímido chiquillo, con la mirada clavada en el suelo.
—Dile que se mejore. Bueno hijo, que ya me voy —dijo la señora, dándole  un sonoro beso al muchacho en la cara.
—Madre, tengo que subir a casa a por una manta —dijo Manolo, algo incómodo con la presencia de su madre entre los amigos.
—Te la he traído yo, que es que sales de la casa que parece que te va a faltar era para trillar —le amonestó la señora, sacando una gruesa manta de lana de la cesta—. Yo me marcho, que tu padre estará al llegar de la huerta. Portaos bien, ¿eh? ¡Y no os tiznéis la cara!
Y dicho esto, la mujer dio media vuelta y con paso ligero se fue por donde había venido.
— ¿Cenamos ya? —propuso Antonio, siempre dispuesto a mover el bigote—. Venga, vamos a juntar los hatos y a ver cómo se da.
Arturo fue hasta el río y trajo un cubo de agua fresca con la que los muchachos se refrescaron, sintiéndose mucho mejor. Después, sentados en círculo, comenzaron a dar cuenta de un frugal refrigerio compuesto a base de huevos duros, unas tajadas de tocino, queso curado y tres espléndidos tomates. Arturo le daba, de su ración, algunos pedazos de comida a Canelo, que, pacientemente, esperaba su turno con la cabeza apoyada sobre las rodillas de su amo. Al terminar, Manolo y Arturo se bebieron con fruición la jarra de leche que había traído la madre del primero. Antonio no quiso ni olerla, tal era el asco que le producía.
— ¿Contamos cosas de miedo? —preguntó Manolo, gran amante de esa clase de relatos.
—No, déjate de cuentos —repuso Antonio, al instante—. Vamos a hablar de cosas más divertidas. Arturo, ¿tú has estado ya con alguna muchacha?
Al momento el chico se puso rojo como la grana. Negó con la cabeza y a punto estuvo de atragantarse con un pedazo de tomate.
—Yo tampoco —reconoció Manolo—. ¿Y tú, Antonio?
—Hombre claro, yo tengo ya una edad —dijo Antonio, fingiendo una falsa indignación.
— ¿Y qué tal? ¿Cómo besan las muchachas? ¿Cómo se llega a lo de después? —inquirió Arturo, para sorpresa de sus dos nuevos amigos.
—Pues hombre, no sé, normal, con la boca, ¿no? —explicó el chico, algo atropellado.
—Ya, eso sí, pero luego, ¿le echaste mano a las tetas? —insistió Arturo, volviendo a dejar asombrados a los otros.
—Sí, sí, claro que sí —dijo Antonio, comenzando a ponerse nervioso—. Lo que haga falta, digo yo, ¿no?
—O sea, que nada de nada. No te has comido una rosca en tu vida —sentenció Manolo, con una sonrisa triunfante iluminándole el rostro.
—Nunca —reconoció Antonio, entre divertido y avergonzado—. Pero bueno, eso es porque yo me reservo para la Martina.
Y diciendo esto, se dejó caer como un fardo sobre la manta.
— Canelo, vigila —ordenó Arturo.
— ¡Guau! —ladró el animal, como si hubiese comprendido a la perfección la indicación de su amo.
— ¿No te lo atas al pie? —preguntó Antonio—. Ya sabes, para que no te tiznen.
La costumbre de tiznar en la cara a los trilladores que pernoctaban al raso venía de antiguo. En mitad de la noche, los más juerguistas manchaban sus manos con grasa en los ejes de los carros y se dedicaban a decorar el rostro de los durmientes con toda clase de bigotes, perillas y barbas.
—No hace falta, si se acerca alguien Canelo le ladrará —contestó el chico—. Además, no creo que haya nadie en toda la provincia que tenga ganas de ver a Canelo enfadado.
—Ya te digo yo que no —reconoció Manolo, mirando al perro con un punto de admiración.
— ¿Queréis que juguemos al escondite? —preguntó Antonio—. Los del Pajarete llevan un rato haciéndolo.
Pero ninguno parecía tener demasiadas ganas y prefirieron descansar. Manolo y Antonio se quitaron las abarcas y los calcetines en un periquete. Arturo, sin embargo, tardó algo más, dado que no gastaba calcetines sino peales, una especie de calcetín hecho a base de liarse trozos de lona en los pies y las pantorrillas. Los dos muchachos cruzaron una mirada de conmiseración; sin lugar a dudas, las cosas no iban demasiado bien en el hogar de su nuevo amigo.

Poco después, una luna llena, redonda como un queso manchego, se alzaba orgullosa en el despejado firmamento. El cielo quedó cuajado de titilantes estrellas, conformando un espectáculo único. El campo aparecía iluminado, como si un invisible manto de luz plateada se hubiese derramado sobre el mundo. A ese espectáculo de sobrecogedora belleza se sumaba el hecho de que apenas corría un ápice de aire en todo el erial, con lo que la temperatura era extraordinaria. En la lejanía, un coro de ladridos recorría el pueblo de punta a punta.
Manolo, Antonio y Arturo estaban tumbados sobre la manta, en silencio, contemplando la miríada de estrellas que se cernía sobre sus cabezas. Canelo, acostado a los pies de Arturo, levantaba una oreja cada vez que algún perro ladraba en la distancia.
Otro grupo de muchachos echaba una mano de cartas alumbrándose con la luz de un candil y más allá, casi a los pies ya de la ermita de San Antón, otra cuadrilla de gente cantaba al son de la desgarrada voz de alguna guitarra.
—Yo no me voy a ir nunca del pueblo —anunció Antonio, con la mirada clavada en los astros—. En las ciudades no se puede disfrutar de esto.
—Yo tampoco —afirmó Manolo, que no podía imaginarse su vida en un Madrid.
—Ni yo. Además, ¿quién cuidaría de mi pobre madre? —dijo Arturo, con voz triste—. Cada día está más mala, la pobre. La otra semana me dijo don Eusebio que necesitaba unos medicamentos especiales para eso que tiene ella en el plumón o que si no se moriría.
—No seas burro, será en el pulmón —corrigió Antonio, entre divertido y compungido—. ¿Por eso trabajas para el Bocapudría?
—Claro, como nadie quiere ir con él de amo, paga mejor —dijo el muchacho—. Si se muere mi madre, detrás iré yo.
—No digas eso —musitó Manolo—. Eso es lo último, ¿no sabes que los suicidas no van al Cielo?
—Y los entierran fuera del cementerio —acotó Antonio.
Todos quedaron en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos, pero con un denominador común: sus madres.
De pronto, Manolo se incorporó y se quedó mirando a Arturo. El muchacho comprobó horrorizado que su nuevo amigo estaba llorando, quedo, en silencio; con dignidad. Manolo tragó saliva.
—Escucha, Arturo —comenzó a decir Manolo—. Lo que me pague mi tío este año por la trilla, te lo voy a dar a ti. A ver si entre los dos juntamos para esas medicinas.
— ¡Cómo entre los dos! ¡Entre los tres! —exclamó Antonio, sentándose igualmente sobre la manta—. Cuenta con lo mío también.
Finalmente, Arturo se irguió y se quedó mirando quietamente a los dos chicos. Al cabo de unos instantes negó con la cabeza.
—Sois muy buenos los dos, pero no puedo aceptarlo —dijo el chiquillo, con tristeza—. Nunca podría devolvéroslo y por tanto no debo cogerlo.
— ¿Eres tonto? —contestó Antonio—. Lo vas a coger o te pego un pescozón que te arranco la cabecilla esa chiquitusa que tienes.
Arturo sonrió, mientras se limpiaba las lágrimas con la manga de la camisa.
—Además, haremos un trato —sentenció Manolo—. Tú compartes a Canelo con nosotros y ese será nuestro pago. ¿Qué te parece?
Manolo extendió la mano, como había visto hacer a su padre para cerrar algún trato.
Inmediatamente Arturo se la estrechó con alegría y lo mismo ocurrió con Antonio.
— ¿Ves? A veces las cosas se pueden arreglar —dijo éste último, dándole un vigoroso golpe en el hombro a Arturo.
— Para celebrarlo, vamos a tomarnos la onza de chocolate que ha traído mi madre —dijo Manolo, repartiendo entre los otros dos.
—Bueno, vamos a tratar de dormir, que ya no se oye a nadie en toda la era —anunció Antonio—. Ha sido un día estupendo. Buenas noches, chicos. ¡Oye, qué rico está esto!
Todos dieron las buenas noches y volvieron a tumbarse sobre la manta teniendo la precaución de cubrirse con la que había traído la madre de Manolo. Poco después los tres rezaron sus oraciones en voz baja y cerraron los ojos convencidos de que ni el mismo Franco dormiría aquella noche tan bien como ellos.
Ciertamente, en toda la era no se escuchaba ya más que el ulular de un búho en la cercana alameda y el arrullo del río al correr, salpicado por el intermitente croar de las ranas del Vaho. Canelo permanecía alerta.

Serían cerca de las dos de la madrugada cuando el perro levantó una de sus orejas y abrió los ojos. Algo había cruzado la era. ¿Sería un ratoncillo de campo o tal vez alguna rata de agua, atraída por el generoso grano que se extendía por el suelo? Alertado por un nuevo ruido, Canelo se levantó y lanzó un gruñido de advertencia. Arturo se despertó al momento.
— ¿Qué ocurre, amigo? —susurró, procurando no despertar a sus compañeros—. ¿Has escuchado algo?
El chico trató de agudizar la vista pero, a pesar de que había buena visibilidad, no fue capaz de ver nada que le llamase especialmente la atención.
De pronto Canelo ladró con fuerza. Fue un solo ladrido, seco y rotundo. Sobresaltados, Manolo y Antonio se incorporaron, asustados.
— ¿Qué pasa? —dijo Antonio, mirando en todas direcciones.
—No lo sé, Canelo ha debido ver algo raro —aclaró Arturo.
Alguien juró en arameo desde uno de los grupos cercanos a los chicos.
— ¿No habrá sido un gato o una rata? —dijo Manolo en voz baja, mirando en dirección al pueblo, que permanecía impasible y silencioso.
—No, Canelo nunca ladraría por algo así —afirmó Arturo.
— ¡Mirad! —exclamó súbitamente Antonio, señalando hacia la ermita de San Antón, que se levantaba en un cerrete cercano, a un kilómetro aproximado al sur de donde estaban—. ¡Hay una luz en la ermita!
Efectivamente, alguien merodeaba por la ermita llevando una linterna o una vela.
— ¿Quién andará allí a estas horas? —se preguntó Manolo, extrañado por los acontecimientos.
—No lo sé —admitió Arturo—, pero desde luego no es nada normal—. ¿Echamos un vistazo?
—Buena idea —dijo Antonio—. ¡Vamos, calzaos deprisa y, por amor de Dios, no hagáis ruido!
— ¿Qué hacemos con Canelo? Si lo llevamos echará abajo el cerro con sus ladridos —anunció Manolo.
—No lo hará —contestó Arturo—. ¡Canelo, silencio! ¡En guardia!
El perro adoptó una posición de vigilancia, tanto fue así que los chicos no pudieron evitar reírse. ¡Daba la impresión de que Canelo lo entendía todo!
En un momento, los tres muchachos estuvieron listos.
— ¿Tenemos alguna luz? —preguntó Antonio, siempre precavido.
Los otros negaron con la cabeza.
—Bueno, no importa. Hay una luna espléndida —dijo el chico—. Solo espero que ello no sirva para que nos descubra, sea quien sea.
Y así, los cuatro comenzaron a andar hacia aquella misteriosa luz que se veía en el cerro.

miércoles, 25 de abril de 2012

CAPÍTULO 3: ATARDECER.


Las primeras vueltas siempre eran las más emocionantes. Las mulas tiraban con brío y era en esos momentos en los que, verdaderamente, Manolo se sentía como un auténtico gladiador romano. Le gustaba ir con los ojos cerrados, así evitaba los molestos pajitos que saltaban de continuo y, además, podía imaginarse mucho mejor en su cuadriga romana. 
—Mira a Arturo con su perro —observó Antonio, señalando hacia el muchacho, y obligándole a abrir los ojos.
A Arturo le encantaba trillar con el Canelo, su perro, sentado a su lado. Era una curiosa estampa que llamaba la atención de todo el erial. Arturo tenía diez años y siempre había sido un chico solitario. Tuvo una hermana, Adela, pero murió de meningitis antes de cumplir los siete y desde entonces la madre cayó enferma y el padre como si no existiera; pasaba largas temporadas pastoreando los rebaños del tío Atascaborricas, con lo que el niño prácticamente se crió solo. Se pasaba los días con su perro y si alguna vez acudía a la escuela duraba lo que tardaba don Felipe en darse la vuelta hacia el encerado.
Al Canelo lo había encontrado siendo un cachorro en el Camino de las Cojas, se lo llevó a su casa y lo estuvo cuidando sin que se enterara nadie unos cuantos meses. Llegó a quitarse él de su plato para que el animal pudiese comer. Era una mezcla de setter irlandés y perro lobo con unas patas enormes y un rabo que movía con tanta fuerza que, a veces, parecía que se le iba a descolgar. El bicho tenía un aspecto fiero que invitaba a pocas bromas; en resumen, un perraco que cada vez que ladraba temblaba Dios.
—Vaya un muchacho raro —sentenció Manolo, siguiendo con la mirada la curva que describían Arturo y el Canelo sobre la trilla—. ¿Y el Tolo? ¿No te lo vas a traer?
—No me dejan. Lo tiene mi padre encerrado en el corral porque dice que aquí todo el día lo único que hace es estorbar —contestó Antonio, con cierta tristeza.

Tres horas más tarde, con el sol en todo lo alto, el tío Eladio detuvo a las mulas, agarró una horca y comenzó a separar la paja del grano. Los chicos se bajaron de la trilla y observaron con atención el trabajo del tío Eladio.
—Bueno está —murmuró, echando un vistazo al trigo—. Creo que esta parva nos la terminamos hoy; o mañana a primera hora como mucho.
De un brinco los dos amigos volvieron a subirse a la trilla que, al momento, reinició la marcha.
— ¿Qué pensarán las mulas? —preguntó Antonio, mirando con curiosidad a los animales.
—Que su vida es una mierda —contestó Manolo, sin vacilar—. Imagínate; todo el día tirando de la trilla, dando vueltas como una peonza y total, para que luego te lleven a beber agua a la Fuente de la Mina o al río y te den un saco de alfalfa.
—Hombre, visto así tampoco está tan mal, ¿no? —dijo Antonio—. Oye, si tú te reencarnases en un animal, ¿qué te gustaría ser?
—Eso no puede ser —sentenció Manolo, firme—. La reencarnación no existe y además dice don Félix que es pecado.
—Bueno, ya —convino Antonio—.  Pero, ¿si se pudiera?
—Que no se puede, hombre —insistió Manolo, un poco molesto por la insistencia de su amigo—. Te mueres y, si has hecho los deberes aquí, resucitas como el Señor, y si no, pues a quemarte a las calderas de Pedro Botero.
—Que sí, hombre, eso lo sé. Aún así. Si se... —porfió Manolo.
— ¡Que no se puede, leche! —zanjó Antonio, bruscamente—. Si se entera don Félix te arranca las orejas, ignorante.
Los dos permanecieron un minuto en silencio mientras la trilla continuaba dando otra vuelta más sobre la parva. 
En la era cercana, el Gordo y el Pajarete luchaban por evitar que sus mulas se desviaran para comer grano de uno de los montones. Los chicos observaban la escena, divertidos.
—Bueno, si se pudiera —comenzó a decir Antonio—, si pudiéramos volver en forma de animal a mí me gustaría ser un perro.
— ¿Un perro? —preguntó Manolo, con cierta sorpresa.
— ¡Claro! Mira las mulas, tirando de la trilla, y cuando no es la trilla es la galera o el carro. Los borricos lo mismo, venga a echar viajes cargados de espuertas. Las gallinas, ni te cuento. Los ovejos mejor no pensarlo. ¿Y los perros?
—Pues es verdad —asintió el muchacho—. Mi Tolo se pasa el día acostao. Como mucho se lame las pelotas y el ojo moreno y otra vez a dormir.
Ambos rieron con ganas. Ciertamente, la vida de los perros era digna de envidia comparada con otras bestias.

A la hora del almuerzo el tío Eladio les hizo una seña y los dos amigos se bajaron de la trilla y se acercaron hasta el hombre.
—Vamos a echar algo al buche y luego seguimos —les dijo, alejándose unos metros para acabar sentado a la sombra de una tapia cercana.
Los dos mocetes se dirigieron a la cercana alameda con sus respectivas talegas.
—Tu tío habla poco, ¿eh? —afirmó Antonio.
—Sí, yo desde que le conozco no le he oído hablar más de un minuto seguido —confirmó Manolo—. Mi madre dice que es por una pena muy gorda, pero nunca me lo ha contado. 

La alameda del pueblo era un sitio precioso. Varias hileras de chopos flanqueaban el curso del río Cañamares y en primavera crecía la hierba por todos lados. Una pizca de brisa convertía el lugar en la mejor elección para tomar un bocado a la sombra en aquel caluroso mes de agosto.
— ¿Nos ponemos aquí? —dijo Manolo, tomando asiento.
A Manolo le gustaba sentarse de cara al río, le entretenía contemplar el lento devenir de la corriente y, además, a quinientos metros, justo frente a ellos, estaba el camposanto de Carrizosa. Siempre le había atraído aquel sitio de paredes encaladas. Pero lo mismo que le atraía le aterraba. Ahí estaba enterrada su abuela Prisca y un hermano de su madre que se durmió llevando un carro y acabó volcando cuando la mula decidió desviarse hasta un arroyo para echar un trago.
— ¿Has estado alguna vez en el cementerio? —preguntó Antonio, mientras desataba su talega y sacaba un trozo de pan.
—No, mi madre no me deja —contestó Manolo—. Y además a mí no se me ha perdido nada allí. ¿Y tú?
Antonio negó con la cabeza.
—Mi primo Rafael me contó que hace unos años uno de Alhambra se murió de un susto en la puerta —dijo Antonio—. Por lo visto se apostó, con otros de aquí del pueblo, una botella de vino a que era capaz de ir al cementerio él solo y clavar un clavo en la puerta.
— ¿Y para qué tenía que clavar nada allí? —inquirió Manolo.
—Hombre, porque si no, ¿cómo comprobaban los otros que había ido? —explicó Antonio—. La cuestión es que fue la Noche de Difuntos. Los otros le esperaron a la salida del pueblo, ¿sabes dónde está el cartel ese que pone Carrizosa?
Manolo asintió.
—Bueno, pues el alhambreño echó a andar. Creo que iba muy tranquilo el tío —continuó Antonio—. Como no había luna, cuando había traspuesto unos cuantos metros dejaron de verlo. Al rato dice mi primo que oyeron los martillazos y nada más dar el último martillazo, ni te imaginas...
— ¿Qué pasó? —preguntó Manolo, con los ojos brillantes por la emoción—. ¡Venga, no me tengas así, hombre!
— ¡Oyeron un grito que les heló la sangre! —exclamó Antonio, adoptando un tono cómicamente serio—. Algunos echaron a correr y, por lo que dicen, no pararon hasta que llegaron a la plaza. Pero otros, preocupados, decidieron ir a ver lo que había pasado, entre ellos mi primo Rafa.
—Madre mía, si soy yo me arranco a mi casa y no me ven en una semana —comentó Manolo, aterrado ante la sola idea de ir en plena Noche de Difuntos al cementerio.
—Pues nada, al final se hicieron con un candil anca Tomás el del Gurrapato, que era el que vivía más cerca de allí, y fueron hasta la misma puerta —prosiguió Antonio—. Y no te imaginas lo que vieron.
— ¡No, pero dímelo ya, que me va a dar un síncope! —contestó Manolo, que sentía que se le salía el corazón por la boca.
—Allí, en la puerta, estaba el alhambreño. Muerto —explicó Antonio, dejando una dramática pausa.
— ¿Muerto? —preguntó Manolo, con un hilo de voz y mirando fijamente a su amigo.
—Sí, por lo visto el muchacho al hincar el clavo en la puerta se clavó, sin querer, un trozo de la chaqueta, y cuando se dio la vuelta para irse sintió que le tiraban de la ropa y pensó que le agarraban los muertos desde dentro —explicó Antonio—. Total, que le dio un zurrutraco y se quedó allí, más tieso que un ajo. Y así estaba cuando llegaron los civiles, todavía con el clavo sujetándole a la puerta, al día siguiente.

Los dos amigos quedaron en silencio, imaginando el momento exacto en el que el alhambreño sintió que unas garras de ultratumba le asían por el chaquetón.
De pronto una mano se posó sobre el hombro de Manolo, haciendo que éste diese un respingo. Los dos amigos chillaron al unísono. Con el rostro desencajado, se volvieron.
— ¿Qué pasa? —dijo Arturo, acompañado de su inseparable Canelo—. Parece que acabáis de ver a un fantasma.
— ¡Vaya susto, hombre! —se quejó Antonio— ¡Podías avisar!
—Claro, es verdad. La próxima vez que venga a comer a la alameda le diré a don Félix que toque las campanas —afirmó Arturo, socarrón—. ¿Puedo sentarme con vosotros? Mi amo está comiendo hoy con un forastero y me ha dicho que les deje solos.
—Claro, ponte aquí mismo —contestó Manolo, palmeando la cabeza del Canelo, que le devolvió el saludo con un repentino lametón.
— ¿Qué tal vais vosotros? —inquirió Antonio, con ánimo de sacarle alguna palabra al solitario muchacho—. Nosotros acabaremos al final de la tarde con la parva. El tío de este tiene una de las mejores trillas del pueblo.
—Ya lo creo —aseguró Arturo, conocedor del instrumento—. Esa le tuvo que costar más de doscientas pesetas, y tiene ya sus diez o quince años. La nuestra es peor. Nosotros por lo menos tendremos que trillar la parva hasta la diez o las once de mañana. Yo me voy a quedar a dormir aquí, ¿y vosotros?
—Yo sí —replicó al momento Antonio—. ¿Y tú, Manolo?
—Yo también me quedaré —aseguró el zagal—. Le diré a mi tío que me traiga el hato de mañana y ya está. ¿Qué tenéis para comer? ¿Compartimos?
Antonio traía unas tajadas de tocino, un generoso trozo de pan, y una cebolla. De postre una raja de melón, que generosamente repartió con sus compañeros. Por su parte, Arturo tenía queso, un trozo de tortilla, pan y una botilla de vino que le había regalado su amo el año anterior, bien cargada de un blanco de fuerte sabor.
—Con eso te va a salir bigote en dos días —observó Manolo, señalándole la bota, mientras sacaba de su bolsa el jamón y el queso que le pusiera la madre por la mañana.
El resto del almuerzo lo pasaron contándole a Arturo la historia del malogrado alhambreño en la Noche de Difuntos y este les relató, a su vez, otra historia igual de fúnebre sobre uno de Infantes al que se le aparecía su padre porque dejó unas misas pagadas y el hijo se las echó en vino.

Tras la frugal comida, Arturo se despidió de los chicos y, poco después, todos continuaron con la trilla el resto de la tarde. 
Poco a poco las eras se fueron tiñendo de un hermoso tono naranja que inundaba los corazones de paz. Los vencejos volaban sobre las cabezas de los trilladores, buscando su sustento antes de refugiarse bajo las tejas de las humildes casas de Carrizosa. El lucero vespertino se elevaba ya, majestuoso, en el límpido firmamento, cuando algunos de los trilladores abandonaban la tarea y comenzaban a recoger los aperos. Fue un atardecer de increíble belleza.
—Bueno está por hoy —dijo de pronto el tío Eladio, con una voz casi inaudible—. Yo voy a llevar a las mulas a la fuente de la Mina a beber agua y me voy ya para arriba.
—Tío, yo me voy a quedar a dormir aquí, ¿tiene usted alguna manta que nos valga? —preguntó Manolo, al que le seducía la idea de pasar la noche con el resto de los muchachos a la intemperie.


El tío Eladio, por toda contestación se acercó hasta las mulas, cogió una manta enorme que guardaba enrollada en una de las alforjas y se la dio a su sobrino.
—Ten, echadle un ojo a la parva de vez en cuando —advirtió, con tono serio—. No es que pase nunca nada, pero no hay que fiarse.
Y sin más preámbulos se marchó a grandes zancadas, llevándose con él sus dos mulas y su amargura eterna.
—Oye, de verdad que tu tío es muy raro —aseveró Antonio, mirando la silueta de las tres figuras, perfiladas ya sobre el viejo puente que cruzaba el Vaho del Cañamares.
Manolo se encogió de hombros.
— ¿Le decimos algo a Arturo? A mí me ha parecido muy simpático —afirmó Manolo, viendo al susodicho arrastrando una manta, completamente solo, con Canelo pegado a sus rodillas.
—Por mí, vale —concedió Antonio—. Pero que no cuente más historias de miedo, que a estas horas no tengo ganas yo de darle vueltas a la cabeza.
Sin lugar a dudas, se barruntaba una noche estupenda.

martes, 24 de abril de 2012

CAPÍTULO 2: EL TÍO ELADIO.


Al llegar cada uno se marchó con su respectivo amo. Las eras estaban en plena ebullición. Varios grupos de muchachos corrían junto a las mulas que, pacientemente y de dos en dos, esperaban a que les terminasen de colocar la trilla.
Una polvareda considerable se elevaba de cuando en cuando, convirtiendo el aire en una masa casi irrespirable.
Manolo contemplaba la escena con sumo interés; le llamaba poderosamente la atención la docilidad de aquellas bestias de fuerza sobrehumana.
—Vente Antonio, allí está mi tío con los animales preparado—dijo el muchacho, echando a andar hacia un hombre que frisaba los cincuenta años.
De rostro enjuto y hombre de pocas palabras, el tío Eladio se afanaba en asegurar bien la trilla con sus manos nudosas. Era mozo viejo y, aunque en Carrizosa no se le recordaba novia alguna, había quien decía que arrastraba un dolor de juventud que no le dejaba vivir.Y estaban en lo cierto.

El tío Eladio guardaba con amargura el recuerdo de una primera y única novia que le partió el corazón allá por el año veintiséis. Hizo el servicio militar en Melilla y en aquellas sucias y peligrosas callejas se enamoró de Soledad, la hija de un boticario que le hizo pasar las de Caín con no pocas noches suspirando por ella.
Un día se decidió y le pidió a su amigo Marcelo, el Abogaete, que le escribiese una carta de amor expresándole sus más profundos sentimientos.
Marcelo le compuso una misiva de arrobada pasión y el tío Eladio se la hizo llegar a la muchacha a través de un morillo al que le pagó medio patacón por el recado.
A los tres días el morillo le trajo la respuesta en forma de un perfumado sobre. 
El hombre abrió delicadamente la pieza y creyó estar en el mismo Cielo al percibir el aroma que desprendía la carta. Como no sabía leer buscó al Abogaete por todos lados. Al fin lo halló en la cantina del cuartel.
— ¡Marcelo! ¡Que me ha contestado la boticaria! Hazme el favor, léeme lo que me ha puesto —suplicó el hombre, entregándole la carta a su amigo.
El Abogaete cogió el sobre, lo abrió y, desdoblando el papel, comenzó a leer con interés.
 ¿Qué pone? ¡No me tengas así! ¿Qué dice? —preguntaba el tío Eladio, con las manos sudorosas por los nervios.
—Pues nada, que ella se ha fijado también en ti —contestó su amigo, con gran seriedad—. Te cita mañana a las seis y media de la tarde en el tercer banco del parque que está detrás del cuartel.
El tío Eladio miró fijamente a su interlocutor.
—Espero que no te lo hayas inventado —dijo con voz profunda—. Estas no son cosas para jugar.
 No seas gilipollas, hombre, y vete pensando en lo que le vas a decir — contestó el Abogaete sonriendo y dándole un cariñoso golpe en la espalda—. ¡Menuda suerte, manchego!

Esa noche el tío Eladio apenas pegó ojo. Repasó más de doscientas veces las palabras que le diría al día siguiente a su enamorada. "¡Ni siquiera sé como se llama!", pensó con preocupación. Ya estaba presto el amanecer cuando, finalmente, cayó rendido bajo el peso de aquella primera cita.
A las seis de la tarde, él se presentó con británica puntualidad. Ni rastro del fruto de sus desvelos. El tío Eladio paseó arriba y abajo preguntándose la razón por la que habría fallado a su cita. ¿Sería una invención del Abogaete? Si ese era el caso le rompería la cabeza de un botellazo nada más verle. En esos funestos pensamientos andaba cuando la vio llegar. Vestida con un trajecillo de seda azul y acompañada por otra muchacha, al tío Eladio le pareció que estaba contemplando a un ángel.
Buenas tardes, señorita —acertó a balbucear, sintiendo que le temblaba la voz y aún todo su cuerpo.
Buenas tardes, soldado Eladio —contestó ella, sonriendo—. Veo que eres puntual, ¿nos sentamos?
La tarde se le pasó al muchacho como un suspiro. Después de aquella vino otra y luego otra más y así, sin comerlo ni beberlo, pasaron siete meses en los que cada día que pasaba sentía que el amor se le salía por cada poro de su curtida piel.
Soledad no paraba de reírse de las historias que le contaba el tío Eladio. Especial gracia le hizo la historia de ese de su pueblo al que la mujer le escondía el sueldo para que no lo echase en vino. Una noche de enero llegó, como de costumbre, con una buena chispa. El pobre hombre tuvo frío y quemó un cajón viejo donde antaño guardara su padre las patatas que sacaba del huerto. Al día siguiente tuvo que acudir don Sebastián, el médico, porque el pobre hombre había enfermado de golpe cuando su mujer, entre lágrimas y alaridos, le contó que en ese cajón había estado guardando los ahorros de doce años. Doce años de ilusiones echados a la lumbre fueron demasiado para el desgraciado que, dos días después, entregó su alma; seguramente por la pena.

Pero un mal día Soledad no se presentó a su crepuscular cita. Al cabo de dos horas el tío Eladio se volvió al cuartel. Cabizbajo y rumiando mil posibilidades, a cual peor, sobre aquel plantón, se metió directamente en su cama sin querer ver a nadie. 
Al día siguiente, el morillo de lo recados le trajo la explicación en forma de carta. Corriendo a todo lo que podía, buscó al Abogaete para que le leyese las buenas o malas nuevas. Lo encontró en su litera. Llevaba dos días resfriado y con calentura y estaba para pocos lances.
—Marcelo, por Dios, léeme esto ahora mismo que me va a dar un síncope —rogó el muchacho, tendiéndole la carta a su compadre.
El Abogaete comenzó a leer la carta al tiempo que se le torcía el gesto. Al terminar la dobló y se la devolvió a su amigo.
—Su padre le ha prohibido volverte a ver —sentenció Marcelo—. Por lo visto le dijo que prefiere verla muerta a casada con un destripaterrones… Lo siento, Eladio.
Y acto seguido se volvió a recostar, dándole la espalda al tío Eladio, para salvaguardar la dignidad del pobre hombre que, aún luchando con todas sus fuerzas, no pudo evitar que unas cuantas lágrimas traicioneras se le escurrieran de los ojos.
—Bueno está —musitó el desdichado—. No estaría de Dios que fuese para mí.
Y a pasos lentos se alejó en dirección a la cantina con la firme intención de ahogar aquel dolor que le quemaba las tripas en vino. 

Al día siguiente, el cabo Miralles le arrestó por presentarse todavía borracho a la revisión matutina. Al tío Eladio le dio igual; nada podía empeorar su situación, pensó equivocadamente.
A la semana bajó a verle a los calabozos el Abogaete.
— ¿Cómo andas, Eladio? —preguntó con un hilo de voz.
—Ya me ves, aquí estoy —contestó el hombre, con los brazos caídos y la mirada de perdedor que arrastraba desde hacía días.
—Oye, vengo a traerte novedades —le espetó Marcelo—. La Soledad se ahorcó anoche en un chopo de la alameda—. Concluyó éste, tratando de sujetar un nudo que apenas le dejaba respirar.
El tío Eladio le miró fijamente durante un par de minutos.
—Lo siento en el alma, Eladio—murmuró su amigo—. La entierran mañana, pero no dejan ir a nadie, ni a los padres. Ya sabes, como se ha quitado la vida…
Eladió asintió y volvió a sentarse en el camastro.

Cuentan que no abrió la boca en el año y dos meses que le quedaban de servicio militar. Luego se volvió al pueblo sumido en un silencio sordo y denso que, desde entonces, pocas veces quiebra.

El tío Eladio observó a los dos mocetes con mirada glauca.
 ¿Ya estáis por aquí? Pues venga, que empezamos —sentenció Eladio, con una media sonrisa que surcó de arrugas un rostro tostado por muchos veranos.
Manolo y Antonio se subieron de un brinco sobre la trilla, al tiempo que el tío Eladio agarraba por el ramal a las mulas y comenzaba a andar. Las mulas arrancaron tan súbitamente que poco faltó para que derribase a los dos amigos que, riéndose, imaginaban estar subidos en una cuadriga romana de aquellas que don Felipe, el maestro, les había contado en la escuela, llevaban los más bravos gladiadores del Imperio Romano.
—Cuando sea grande voy a tener un caballo —dijo Antonio, imaginándose a sí mismo ganando las carreras de San Antón.
 ¿Y llevarás subida a la Martina? —preguntó Manolo, con cierto tono burlón.
 ¡Eah, cómo te lo sabes! —contestó Antonio—. Pero la llevaré detrás de mí, agarrada a mi cintura, no de medio lado como a la hija del Pocero.
 ¿Y eso por qué? —cuestionó Manolo, intrigado.
 ¡Pa que me apoye las tetas en las costillas! —contestó el chico, triunfante.
Los dos se echaron a reír. Las mulas habían completado ya el primero de los muchos círculos que aún habrían de hacer a lo largo del día. 


CAPÍTULO 1: AGOSTO DE 1956


Apenas el sol había comenzado a extender sus doradas hebras por aquellos manchegos y resecos campos cuando Manolo, que acababa de despertarse, sintió un extraño cosquilleo en las tripas. Se quedó unos segundos en silencio, disfrutando de los primeros sonidos de la mañana que entraban por su ventana saludando al nuevo día.

De un salto salió de la cama, se sentía especialmente contento, aunque no sabía con exactitud la razón de aquel nerviosismo que le atenazaba.
El muchacho se asomó por la tronera de la pared y disfrutó contemplando el raudo y veloz vuelo de los oscuros vencejos cruzando el Altillo con aquel piar estridente y que a él tanto le gustaba escuchar. Abajo, unas mujeres conversaban casi a voces  mientras acudían a la fuente de la Topera a llenar un par de cántaros de agua al tiempo que, otro hombre, con paso rápido, bajaba por la calle del Agua con sus dos mulas. 
A Manolo le encantaban las mulas; aquellos  animales grandes y poderosos gracias a los cuales el trabajo en el campo se hacía menos pesado. "¿Quién tiraría del arado si no existiesen?", pensó, divertido. Al momento imaginó a un vecino de su abuela que, se decía, era capaz de arrastrar una galera con cinco hombres encima, y el rostro se le iluminó con una sonrisa.

Repentinamente se abrió la puerta de la habitación y entró su madre, con el oscuro cabello recogido en un moño perfecto.
—Venga dormilón, estézate un poco y vamos, que ha venido hace un rato a buscarte tu amigo Antonio para bajar a las eras.
— ¡Voy, madre! —contestó Manolo con alegría. Acababa de recordar la razón de aquel curioso cosquilleo en la barriga; hoy comenzaba la trilla y eso únicamente podía significar una cosa: diversión.

De la humilde cocinilla llegaba el aroma de unos torreznos recién hechos que invitaban a presagiar que aquel sería un día extraordinario.
Manolo se lavó la cara en una vieja y descascarillada palangana de blanca porcelana, se peinó preocupándose mucho de aplastar bien un rebelde remolino que pugnaba por erguirse en mitad de la cabeza. Se puso los oscuros calzones cortos de cada día y una fina camisa de algodón con la manga larga, que la paja picaba lo suyo, de un sufrido color pardo que, cuidadosamente, se abotonó teniendo cuidado de no dejarla coja, tal y como le había enseñado su hermana. Para terminar, se calzó las abarcas de suela de goma y salió corriendo.
—Madre, ¿qué me llevo de hato? —preguntó, dirigiéndose a la estrecha cocina.
La mujer salió de la cocinilla limpiándose las manos en el negro mandil y le tendió una pequeña talega de tela con una sonrisa.
—Hoy te he puesto pan, un trozo de queso y un cacho de jamón —contestó—. Luego esta tarde os bajo una onza de chocolate. ¡Ah! Y me ha dicho tu amigo Antonio que te espera en la plaza.
Manolo recogió el bulto y echó a correr.
— ¡Pero espérate, muchacho! —exclamó la madre—. Toma, ven, bébete un tazón de leche, que no vayas con la barriga vacía.
El chico volvió sobre sus pasos y de un par de tragos apuró aquella leche amarillenta, espesa y de fuerte sabor que tanto le gustaba a él y que su amigo Antonio detestaba. “Sabe a gorrino”, acostumbraba a decirle. Pero, naturalmente, no era de cerdo. Era leche de cabra. 

Antes de salir de su casa, Manolo se puso un pequeño sombrero de paja que le había hecho su padre el verano anterior. Se asomó a la calle, donde el sol ya pegaba con fuerza y echó a andar por la polvorienta calle de los Mártires.
Unas vecinas que regaban sus puertas con un cubo de latón, saludaron al muchacho. Poco después, en la Plaza del Generalísimo, resguardado bajo el arco de entrada de la parroquia de Santa Catalina, aguardaba su amigo del alma, Antonio.
—Siempre llegas tarde, no sé como te apañas —rezongó el chico rascándose la cabeza, que ocultaba bajo una boina.
—Mejor —apostilló Manolo—. Así la mies no tendrá relente cuando lleguemos. ¿Habrá mucha?
—Creo que sí —afirmó Antonio con una sonrisa—. Yo llevo aquí diez minutos y ha bajado ya medio pueblo por el Estrecho. O sea, que se ve que este año se ha dado bien la siega.
— ¡Mira, por ahí baja la Martina! —exclamó Manolo, señalando con la barbilla a una muchacha de unos doce años que caminaba calle abajo contoneándose con el garbo de la que se sabe observada. 
El negro cabello recogido bajo un bonito pañuelo azul de flores, una falda hasta las rodillas, que dejaba entrever unas canillas tal vez demasiado delgadas, y una oscura blusa bajo la que se adivinaban dos enormes y voluminosos  senos redondos y turgentes que despertaban la admiración de todos los zagales de Carrizosa.
—Madre mía, qué tetos —dijo Antonio, sin quitarle la vista a la muchacha—. Quién los pillara…
Manolo le contestó con un divertido guiño y, al instante, los dos amigos echaron a correr, contentos, Estrecho abajo, tratando de ponerse justo detrás de la Martina.

Llegando al puente que cruzaba el río Cañamares, un grupo de mocetes se liaba un cigarro.
— ¡Venga con la fresca! —gritó uno, al ver pasar el espectáculo de sensualidad de la Martina.
Manolo y Antonio se unieron a los demás.
— ¿Se os han pegado las sabanas? —inquirió uno de los mayores.
—Oye, vamos que mirad qué parvas tenemos allí —concluyó el Gordo, señalando hacia las cercanas eras donde, efectivamente, se adivinaban grandes montones de cereales que esperaban el momento de ser trillados.
— ¿Queréis una calada? —preguntó el Pajarete, que era el que tenía en esos momentos el cigarrillo.
Manolo y Antonio negaron, al tiempo que el Pajarete se encogía de hombros. Y ya todos  juntos echaron a andar por la carretera hacia el erial.
A sus nueve años de edad, el muchacho ya sabía lo bueno y lo malo de aquella tierra rojiza que le había visto nacer y en la que yacían todos sus antepasados desde tiempos inmemoriales.